Por Alberto Assef.
Opinión Parlamentaria (13/04/2018). La Guerra Fría terminó con la caída del Muro de Berlín en 1989. Casi treinta años después suscita alguna añoranza. Es que en esa época pugnaz y con el planeta varias veces a punto de una conflagración atómica – por ejemplo, en la crisis de los misiles instalados por los soviéticos en 1962, en Cuba- existió cierto orden, una relativa fijeza en los vínculos internacionales. Imperaban dos superpotencias que se neutralizaban mutuamente, estableciendo una suerte de previsibilidad.
Lejos, claro está, del orden justo que la mayoría de la humanidad reclama y que obviamente necesita. Empero, había un orden. El mundo tenía su encuadernación.
Hoy el orbe está desencuadernado. Los conflictos brotan por doquier. Desde el terrorismo fundamentalista – que puede irrumpir en cualquier lugar del modo más inopinado y es perpetrado por células autónomas – hasta el evidente resurgimiento de tres añejos imperios que ambicionan modificar el orden caótico – gran desorden, en rigor – imponiendo – restaurando – el suyo. Que obviamente no sería establecer una Arcadia.
Lo cierto es que la unipolaridad sólo se reduce al plano militar. No es poco, pero adolece de los otros factores de poder, comenzando por el prestigio. Hans Morgenthau enseña que el prestigio es una de las máximas fuentes de poder de una nación. Hoy son pocas los que lo tienen.
En el Cercano Oriente la situación sigue como era entonces, agravada por la más que dolorosa guerra siria, atravesada por las facciones rebeldes- que desacuerdan entre ellas -, los kurdos, los israelíes, el oficialismo supérstite de Al Assad y por supuesto los intereses geopolíticos precisamente de los tres imperios que pujan por renacer: rusos, turcos y persas (Irán). En Irak y Afganistán, a años luz de lograrse la democracia a la occidental, el conflicto continúa en ‘carne viva’.
En Yemen se libra una guerra que parece una película del s.XIX. En el Lejano Oriente, China busca, con firmeza que enciende peligrosas chispas, su ‘espacio vital’ en el Mar homónimo, litigando con Japón, Vietnam, Filipinas y con EE.UU. Corea del Norte reaviva tensiones que datan de setenta años atrás, en un ‘dejá vú’ que nos genera dudas sobre las peculiaridades del progreso humano.
En África, a pesar de algún promisorio avance integracionista aupado por la Unión Africana, el mosaico político heredado del colonialismo sigue irritando a la inteligencia con sólo mirar el aberrante mapa del continente. Interín, la corrupción rampante en la mayoría de los regímenes que detentan la autoridad produce más estragos que las peores pestes o enfrentamientos tribales.
En Europa, la parálisis proviene de dos tendencias que van a un ineluctable choque: cada día son más viejos y avanza una tentación – como la de Viktor Orbán en Hungría – de cerrar las fronteras. La ultraliberal Holanda ya habla de que alguna zona de Amsterdam se parece a un ‘narcoestado’. Gran Bretaña se metió en un brete – el Brexit – del que no sabe cómo salir. En Italia, hay norteños que les placería ser alemanes y hay meridionales que parecen compañeros de ruta de los nordafricanos del Magreb. Lo de Cataluña retrograda 400 años. Nos trae las luchas entre Casas Reales y luego contra los franceses republicanos. Anacronismos de la contemporaneidad. Paradojas impensadas. Mientras, la bella Italia hace tres décadas que está literalmente estancada.
En nuestra América, basta condolerse con lo que sufre Venezuela para que adquiramos conciencia que hay mucha rémora y demasiados nubarrones en nuestro derrotero. Lo del Brasil ciertamente es inquietante. Un gigante que políticamente parece un enano. El querido Perú, a pesar de su relativa pujante economía, ha ingresado en un desfiladero político de indescifrables consecuencias. El Mercosur cada día avanza más hacia la promesa que no fue, no obstante que objetivamente es inconmovible. No tiene vuelta atrás, pero la dificultad es que no se observa cuáles son los pasos hacia adelante.
Ese progreso que implicó la OMC se esteriliza con una anacrónica guerra comercial en ciernes. La desigualdad social, con una concentración de la riqueza como en la Edad Media, patentiza un cuadro regresivo que azora.
En medio de este desencuadernamiento, emergen Facebook y otras redes, venalizando datos de millones de personas, manipulando su voluntad política, entrometiéndose en su vida. Somos la modernidad, pero con rasgos alarmantes de vivir una Inquisición sencillamente horrorosa. La lucha por la libertad – antiquísima batalla humana – sorpresivamente empieza a perderse. La llamada ‘ley patriota’ de EEUU retrotrae a los tiempos de McCarthy, donde en nombre del ‘mundo libre’ miles de personas vivieron un inenarrable escarnio. En este plano, la amenaza de un ciberataque siembra sombras de hecatombe sin que se mueva un soldado ni se lance un misil.
Se consiguen avances legislativos, tanto internos como internacionales, pero la trata, el trabajo infantil, la violencia de género, la esclavización laboral, los muros – no sólo el de Trump- y muchas otras oprobiosas realidades están a la orden del día en el actual ‘desorden’ planetario.
Para colmo, los llamados servicios de inteligencia son usinas de chapuzas y, mucho más grave, de operaciones cloacales, por lo pestilentes. Acá y también en el mundo.
En ese contexto, existen pocas energías organizadas capaces de obrar cual ordenadoras. Rusia- que con vuelta al Mar Negro cobró oxígeno geopolítico -, Turquía – cada vez más influyente en el espacio que fuera de su Imperio - e Irán – con sus vaivenes, siempre arropado con remembranzas señoriales - son fuerzas de esta naturaleza, aunque vaya a saberse si el remedio no es peor que la enfermedad…
En nuestro continente, ¡qué lejos estamos de que muestre la cabeza una rectoría política! La situación reclama, casi implora, que se exhiba, pero como decía Miguel de Unamuno, entre nosotros, en Sudamérica – y por supuesto en la Argentina – “sobra codicia, falta ambición”.
Algo es irrefutable: para ser ordenador no se puede ser genuflexo. Tampoco bravucón ni arrogante. Rostro y actitud amigable, sabiendo – ambicionando – ser y ejercer un papel histórico en un momento crucial que exige un rol de esa característica. Acá y en todo el planeta. Hay que encuadernar al mundo. Es faena de varios y no de un día.
Fuente: http://www.norteenlinea.com